El niño que leía el Quijote


Mi madre no debía de haberme enseñado a leer a los tres años. Fue un error, que me costó muchas peleas, pero ella no podía saberlo. En aquel barrio de emigrantes en el que vivíamos no había guardería y mi madre aprovechó para enseñarme todo lo que ella había aprendido en los pocos años que pudo ir a la escuela. Así que cuando entré a los cinco años en la escuela de la pequeña iglesia del barrio, ya leía perfectamente. Era una pobre escuela de un pobre barrio de una pobre ciudad cerca de Barcelona. Sólo había dos clases, la de los pequeños y la de los grandes. Duré unos minutos en la clase de los pequeños. Enseguida me entraron en un aula en la que había chicos de todas las edades, todos mucho mayores que yo.
Don Emilio quiso comprobar de inmediato si era verdad que yo ya sabía leer, me sentó en sus rodillas y dijo: “Venga, a ver si es verdad, lee lo que estábamos leyendo”, y apuntó con el dedo un párrafo de El Quijote. El único libro que se leía en la escuela.
“Muy bien. ¿Habéis visto? Tan pequeño y lee mejor que vosotros.” En ese momento me gané su admiración y el odio de todos mis compañeros. Todas las mañanas leíamos dos páginas del libro y siempre que un muchacho leía mal, Don Emilio me hacía leer a mí para ridiculizarlo. Así me fui convirtiendo en el mimado del profesor y en el que había que golpear en el recreo. En esa escuela sólo aprendí a pelear. Lo demás, ya me lo había enseñado mi madre.
Intenté leer la novela de Cervantes varias veces, pero debo confesar que sólo conseguí leerla entera cuando la editorial Record me invitó a traducir la obra con el grandísimo traductor Carlos Nougué, en una edición realizada en conjunto con el Instituto Cervantes para conmemorar el cuarto centenario de El Quijote. Disfruté como no disfruté de niño. Me reía solo, maravillado por el agudo sentido del humor de Cervantes. Todo el mérito de la traducción lo tiene Nougué, pues lo hizo casi todo. Aun así, disfruté consultando los diccionarios de la época, descubriendo falsos amigos, términos que desconocía, y fue uno de los trabajos más placenteros que he realizado en mi vida.
En la presentación del libro en la Biblioteca Nacional, me sentí muy feliz. Sólo eché de menos a Don Emilio y a mi madre. Me vi de nuevo sentado en las piernas del profesor. Recordé el entusiasmo de mi madre cuando me enseñaba y hasta me acordé de alguno de mis compañeros de clase. ¿Qué habrá sido de ellos? La vida a veces es imprevisible. O no.

JL Sánchez
Texto publicado en Dicionário Cervantes
Companhia Zaffari

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